En lugar de rifles, metralletas, granadas de fragmentación o lanza morteros acuden cada día al campo de batalla con libretas, bolígrafos, grabadoras y cámaras fotográficas. Han tenido que aprender a sobrevivir viendo pasar las balas muy cerca —zas, zas, zas—, justo por encima de sus cabezas. Y les juro que es admirable como lo hacen. Como se mueven en la zona de fuego cruzado que va del despacho del director o del jefe de redacción a la rueda de prensa y de esta, de nuevo, al despacho para acabar en el periódico con el que usted desayuna o en el buenos días que escucha a través de la radio mientras se afeita para ir a trabajar. Son periodistas de provincias que escriben noticias locales. Periodistas de infantería, dicen. Fieles soldados de sí mismos que se ganan la vida en territorio de nadie. En la trinchera.
En su trabajo no hay mejor compañero que la competencia. Firman en cabeceras distintas. Desayunan juntos. Trabajan juntos. Maldicen juntos. El día a día, lo básico, es cosa de todos. Para eso son Fuenteovejuna, porque es la única manera de defenderse de las trampas no esperadas que aguardan en el campo de batalla: la grabadora que se encasquilla, la coordenada mal copiada o la rueda de prensa a la que llegas tarde porque el coche no arranca. Luego cada uno lleva sus primicias, claro. Sus bombas. Exclusivas que se cuentan entre ellos con orgullo, incluso antes de ser publicadas, con la certeza de que los demás las respetarán. Admirables.
Tienen la piel gruesa. Cómo ibas a aguantar, si no, que el PP ponga cada viernes una rueda de prensa a última hora de la tarde, cuando te tienes que currar tres páginas completas si quieres disfrutar tranquilo de un fin de semana —y crucen los dedos para que no salga ardiendo el vertedero—. O que un concejal del PSOE te llame un Jueves Santo para llevarte al ayuntamiento y enseñarte ‘en primicia, oye’ los planos del nuevo campo de fútbol —aunque esto último sólo ocurra con elecciones a la vista—. O que te tires toda la mañana intentando hablar con los representantes sindicales que se han reunido con la Junta en la Unidad-de-Vigilancia-del-Comité-de-Acción-de-la-Comisión-de-Seguimiento-del-Plan-El-Futuro-De-Mi-Pueblo —y de la que está pendiente el pan de tantos—, para que luego te digan que no sé qué quieres que te cuente de la reunión, hijo. En fin.
Conozco a muchos de ellos. Sus nombres encabezan la primera columna de las noticias que leen cada día mis paisanos, o la careta de los programas que ven y escuchan. Durante más de diez años mi nombre estuvo junto al suyo, en el desempeño de un trabajo que, demasiado a menudo, es ingrato. Si pasas mucho tiempo ahí llega un momento en el que te obligas a traspasar ciertas líneas. O a cuestionar las servidumbres. En ese momento, es mejor salir de la trinchera. O te dan el tiro.
Por eso me cisco en todos los que me cuentan que la plumilla Fulanita se ha equivocado aquí o que el locutor Menganito habla sin saber. Lo dicen así, a la ligera. Desconocen que ella ha acudido a siete ruedas de prensa en una mañana y que, jugando con el tiempo como quien hace malabares, ha cerrado a las tantas de la noche la página del periódico, mientras el teléfono no dejaba de sonar porque a alguien de arriba le han entrado las prisas. O que él se ha puesto al micrófono hoy seis veces para dar una noticia de política, otra de cultura, otra de empresas, un par de reportajes de calle y presentar un programa de una hora en el que ha informado de fútbol, baloncesto, petanca y golf. Así que, cuando alguien suelta la lindeza, guardo silencio, esbozo media sonrisa e imagino lo que pasaría si pudiera contárselo a la fiel infantería en el desayuno de mañana. Se descojonarían. Piel gruesa, ya digo.