Aquel día yo seguía siendo un niño bueno, como cualquiera que tuviera la edad para cursar 3º de EGB. Sin embargo, alguna trastada inocente tuve que hacer para que la seño Anamari me expulsara de clase y me mandara castigado a la biblioteca. Había algunos profesores que siempre nos amenazaban con eso. «Como sigas así te mando a la biblioteca», decían. Así, en el imaginario colectivo de mi clase, todos pensábamos que ir a la biblioteca era como adentrarse en el averno.
Salí de clase como quien se dirige al patíbulo y, mientras atravesaba filas de pupitres, sentí en mi nuca las miradas inquietas de Jacobo, Pablo, Ana, Raúl, y el resto de amigos de curso que, quién sabe, imaginaban que jamás volverían a verme. Incluso mi primo Monty (Andres), que siempre se sentaba el último, me dijo entre dientes «huye». Pero, ¿a dónde iba a ir? Tenía que afrontar mi incierto destino.
Abrí la puerta de la biblioteca con ganas de llorar y me senté en una de las grandes mesas a la espera de que un verdugo entrara en cualquier momento y me dijera «te toca». Pero pasaban los minutos y no entraba nadie. Desvanecido el susto me puse a explorar las estanterías y me topé con este libro de El Barco de Vapor: ‘Aniceto, el vencecanguelos’. El tiempo pasó volando a través de las múltiples aventuras de Aniceto y sus amigos. Con él empezó todo: Tintín, Mortadelo y Filemón, La Isla del Tesoro, Las Aventuras de Sherlock Holmes y así hasta el último libro que he leído.
La seño Anamari me enseñó, sin ella pretenderlo, que se pueden vivir aventuras inimaginables sin salir de una habitación.
Jamás volví a portarme bien en sus clases. Lo que sufrió, la pobre.